Rebozos
Rebozo. Anónimo, Hueyapan, Puebla, Lana bordada con punto de cruz, Col.Carlota Mapelli Mozzi // Fotografía: Nicola Lorusso/MAP
“Tápame con tu rebozo, porque me muero de frío”
Canción popular anónimo.
Teresa Castelló Yturbide
El rebozo, prenda mestiza por excelencia, se usó en México desde el siglo XVI. Nació de la unión del maxtlatl, tapadera o sabanilla de algodón, y el ayate de ixtle prehispánicos, con el tápalo hindú y la chalina bordada china, traídos en el galeón de Manila.
Don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, en una de sus ordenanzas mandó “que las mujeres traigan tocas blancas de algodón con que se cubran la cabeza y lo demás del cuerpo”. Cabe recordar que en esa época a las mujeres no se les permitía entrar en la iglesia con la cabeza descubierta. El primero en identificar a ese manto como rebozo fue el dominico fray Diego Durán, en 1572, al referirse a una india enferma a la que fue llamado a confesar y a la cual encontró cubierta con esta prenda.
El telar prehispánico, admirablemente manejado por las mujeres, facilitó la elaboración de este lienzo alargado terminado en flecos en los extremos. Su éxito se debió a la entusiasta aceptación de la prenda por las mujeres mestizas sujetas a la Ordenanza dada en 1582 por la Real Audiencia, mandando “que ninguna mestiza, mulata o negra, ande vestida como india sino como española, so pena de ser presa y que se le den cien azotes públicamente en las calles”.
Entonces, el rebozo fue adoptado por todas ellas, incluidas las indias, quienes tenían la libertad de tejerlos a su modo en sus propios telares, puesto que el telar de pedales hispano establecido en Texcoco en 1592 por el virrey Luis de Velasco, fue para uso exclusivo de los hombres, quienes elaboraban en éste, primero sarapes, cobijas y telas de lana, y, años más tarde, rebozos.
Esta prenda fue evolucionando al tejerse con diversos materiales: algodón, lana y seda, que se tiñeron con colorantes naturales como el añil y la grana cochinilla del nopal. Los más populares fueron los jaspeados o de ikat, técnica originaria de Surat y Patán, en la India. Éste es un tejido de reserva, con amarres o atados que se hacen en los hilos antes del teñido para lograr diferentes diseños o labores, que en México se conocen, de acuerdo con sus colores y dibujos, como granizo (azul y blanco), garra pato (café y negro), calandrio (amarillo), llovizna, coapaxtle, de bolita, etcétera.
Algunos dibujos recuerdan la piel de las serpientes. También los hay de un solo color, como el rojo quemado y negro para el luto; listados y ametalados, entreverados con hilos de oro y plata.
Con los hilos que sobresalen en los dos extremos del rebozo se teje el empuntado o rapacejo, al entretejer las hebras para formar picos o rejas terminadas en puntas o flecos, ya sean cortos o largos. Algunas veces los empuntados revelan su lugar de procedencia: en Paracho, Michoacán, se adornan con seda floja semejando el arte plumaria, y en Pichátaro, en el mismo estado, el rapacejo se entonchaba con chaquira. En Mitla, Oaxaca, los rebozos de lana tenían un empuntado muy rico, terminado en motas en vez de flecos. En otros lugares también se acostumbra poner en los rapacejos el nombre de la dueña del rebozo.
En Santa María del Río, San Luis Potosí, se tejen rebozos de artisela y de seda, tan finos que pueden pasar por un anillo. También se elaboran rebozos de calidad en Zamora, Guadalajara, Querétaro, Guanajuato, Veracruz y, en particular, Tenancingo.
En 1603 Ana Mejía, la mujer del marqués de Montes Claros, en ocasión de la entrada al convento de la hija de su recamarera, le regaló un rebozo azul y blanco de Sultepec, pues las monjas adoptaron esta prenda, según prueban los inventarios de religiosas difuntas conservados en el Archivo General de la Nación, donde se les menciona, así como en los testamentos que se hallan en el Archivo de Notarías.
Durante el siglo XVIII, el rebozo alcanzó su máximo esplendor cuando las mujeres nobles lo incorporaron a su vestimenta La Real Audiencia estableció en 1757 las Ordenanzas precisas para su elaboración, que fueron confirmadas por el marqués de Cruillas; en ellas se dictan tamaño, tejido, clase de hilo y diseño. A su vez, el virrey, segundo conde de Revillagigedo, consignó en su informe: “son una prenda del vestuario de las mujeres, lo llevan sin excepción aún las monjas, las señoras más principales y hasta las más pobres del bajo pueblo”.
En 1784, un rebozo de nácar y oro de la condesa de San Bartolomé de Xala fue valuado en veinte pesos. Sin embargo, las damas de la Ciudad de México, influenciadas por el barroquismo de la época, se mostraron insatisfechas con la riqueza del tejido y los materiales, así que decidieron enriquecerlos con bordados de seda más elaborados que representaban paisajes con temas costumbristas y conmemoraciones históricas. La Ordenanza de 1796 dispuso que los rebozos finos se hicieran de una trama de seda y algodón, lo que ayudó de manera definitiva a su conservación.
El rebozo sobrepasó su origen artesanal para manifestarse en las ar tes; lo encontramos en pinturas y litografías, en la literatura y en las canciones populares; forma parte del traje nacional y de las danzas típicas. Durante generaciones, el rebozo ha sido cuna, compañero y mortaja de la mujer mexicana.