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Proemio

Pintura sobre papel amate. Artesana Irene Estrada Ruiz. Ameyaltepec, Gro. Donante Feliciano Béjar. Col. AmigosMAP. (Foto: Estudio Kristina Velfu, EKV).

Carlos Fuentes

Hay dos palabras que evocan el principio y el fin de toda cosa. Una es Caos. La otra es Cosmos. La primera es palabra del desorden. La segunda, del orden mismo. Tienen en común el hecho de carecer de plural. Esta singularidad nominativa nos aterra. Es decir, nos entierra y nos destierra. Caos y Cosmos nos impulsan a crear un mundo que dé sentido humano –voz, forma, destino– al Caos y al Cosmos.

Todos estamos instalados en el mundo. ¿Cómo nos instalamos en el mundo? A partir de un doble razonamiento. Hay un mundo creado por el ser humano. Pero también un mundo creador del ser humano.

De esta interacción –cómo creamos, cómo somos creados– depende nuestra acción frente a la naturaleza que nos recibe, a veces con hostilidad, a veces con benevolencia, pero siempre con suprema indiferencia. Con o sin nosotros, la naturaleza seguiría su curso ciego, natural. Flujos y reflujos del mar. Selvas y desiertos. Movimientos telúricos. Noche y día. Todo se sucedería, a veces regular, a veces accidentalmente. Con o sin nosotros.

El arañazo humano en el muro blanco de la naturaleza se llama cultura. Respondemos a la creación original con el supremo atrevimiento de añadir algo que antes no estaba allí. Surco y arado. Techo y cocina. Lectura de los cielos. Pintura en las cavernas.

La cultura –defensa, hogar, procuración, palabra y representación visual y sonora– nos libera del miedo. Un bisonte pintado en la pared somete al bisonte suelto en la pradera. Un cántico aplacador aleja los peligros del fuego. Un objeto útil para vivir se convierte en un objeto útil para sobrevivir.

Y por más mimética que sea –el bisonte en la pared, el canto que imita al pájaro– la representación contiene un impulso de metamorfosis: transforma lo que imita, se desprende de la mimesis para convertirse en otra cosa. Es el nacimiento de la belleza. La olla sirve, pero además es hermosa.

De esta manera, los objetos creados acaban por alejarse del modelo natural para convertirse en obras de arte que procuran, a más de utilidad, placer y, al cabo, aunque sean inútiles, se justifican por el placer que proporcionan. Pero el placer de las formas no es gratuito. Propone un misterio. ¿Por qué esta forma y no otra? ¿Por qué esta vasija policroma? ¿Por qué este penacho de plumas, esta silla pintada, este collar de plata?

Pues por más que busquemos –y encontremos– una línea lógica de descendencia entre la respuesta humana a la naturaleza y la creación de objetos de arte por artistas populares anónimos, el arte mismo posee un destino que se escapa de las manos de sus creadores a fin de crear una tradición, es decir, para darse continuidad.

Hay, en este sentido, siempre un misterio de las formas. Hay en la creación desde las manos del pueblo un arte de lo desconocido. Por eso, en este Museo de Arte Popular impulsado con tanto amor e inteligencia por Marie Thérèse Hermand de Arango, podemos decir: “Arte del pueblo, manos de Dios”. No hay prueba mejor de la existencia de Dios que el arte del pueblo.

Ahora bien, ¿asciende el arte del pueblo al arte con firma, fama y futuro? ¿O desciende éste de aquél? La pregunta, en la perspectiva mayor, nos da una clara y positiva respuesta. Todo arte es el resultado de vasos comunicantes. Durero mira con asombro los objetos del arte azteca enviados por Cortés a la corte de Carlos V en Flandes y traslada a su propia obra los símbolos mexicanos del sol y la luna. Van Gogh se dice parte de un arte común, el de Japón, y Picasso, de otro arte colectivo, el del África Negra. Es decir: arte popular y arte culto, por llamarlo de manera inexacta, viven de los mensajes que se envían y de las metamorfosis que se operan.

Tradición que la nutra, ni tradición que sobreviva sin la creación que la renueve. Las diosas parturientas del anónimo escultor mesopotámico del año 2000 a.C. reaparecen como madonas idealizadas en el Renacimiento europeo. Las máscaras polivalentes del arte dogón de Mali reaparecen como rostros cuadrimensionales en la pintura de Picasso, empeñado en derrotar la visión plana de la tela renacentista. El retrato de la corte de Las Meninas se escapa de su función ilustrativa primera mediante la existencia de un cuadro dentro del cuadro –la tela que está pintando Velázquez, y que, quizás, es la futura versión de Las Meninas firmada por Picasso o Gironella–. La quebrada diosa mexica Coyolxauhqui reaparece en la visión cubista de la realidad desmembrada. El anónimo Chac Mool maya da lugar a las estatuas reclinadas de Henry Moore.

¿Quién nos dice que Picasso y Moore, Velázquez y Gironella no regresarán un día al anonimato popular del cual, al cabo, en la historia larga, nacieron?

El arte popular nos dice claramente que no hay culturas aisladas. De manera más cierta que cualquier otra manifestación artística, ésta nos indica que el mundo de las formas es una perpetua lección de lo ignorado. Y que vivir en la Tierra supone relacionarse, conocer al que desconocemos, darle la mano al que solicita, superar mediante el arte las acechanzas del miedo, de la desconfianza y de la ignorancia.

Las civilizaciones mueren, ha indicado André Malraux; las artes sobreviven. Y no sólo porque sobresalen como islotes un Miguel Ángel o un Rembrandt, sino porque la Capilla Sixtina o La guardia nocturna son irrigadas por el vasto océano del arte popular que da al pintor reconocido los colores, las formas, la tradición, el origen y el destino del más humilde artesano desconocido.