El arte popular y la arquitectura
Iglesia en barro policromado y decorado, pigmentos naturales. Artesano Rodrigo de la Cruz Cabrera. San Agustín Oapan, Gro. Col. Miguel Abruch. (Foto: GLR Estudio).
Juan Urquiaga
Para abordar la relación entre arte popular y arquitectura es indispensable examinar sus tres componentes: arte, arte popular y arquitectura.
En México, por lo que concierne a la arquitectura –que también es un arte–, cabe destacar que a partir del siglo XVI heredó de dos mundos diferentes: el indígena y el español, con todo lo que ello implica.
El historiador de la arquitectura española Fernando Chueca Goitia explica con gran claridad que la España plural se propuso en el continente americano una unidad por encima de las nacionalidades, cometido que se expresa en la arquitectura –lo más valioso y significativo de esos pueblos–, y agrega que en España no se puede hablar de una arquitectura culta ya que, a diferencia de la cultura arquitectónica italiana o francesa, la de la Península ibérica se hizo a contracorriente de las aportaciones venidas de fuera; asimismo, coincide con Walter Palm en que: “En ningún lugar del imperio español el vocabulario arquitectónico europeo llegó a echar raíces; esto es un hecho esencial”. Chueca menciona que el relativo clasicismo de la arquitectura, sobre todo en las grandes construcciones catedralicias, se debe a que a la par coexistía en la metrópoli con la arquitectura herreriana, y destaca el indudable componente mudéjar en el barroco hispánico y virreinal, cuya presencia no se aprecia sólo en la decoración sino que trasciende a la propia arquitectura, sus disposiciones y estructuras.
Durante el siglo XVI, tal es el caso de la capilla abierta mexicana que, según el historiador John McAndrew, es una de las grandes aportaciones de América a la arquitectura universal. Esta construcción anexa a los monasterios se construye frente a un gran atrio en cuyos ángulos se encuentran las capillas posas, paradas obligadas de las procesiones; por ejemplo en el convento de San Agustín, en Huejotzingo, Puebla, donde las cubiertas piramidales de las capillas posas asemejan kubbas musulmanas.
En México, este espacio abierto adquirirá una importancia mucho mayor que el del interior de los templos, pues evoca los patios de las mezquitas musulmanas y las grandes plazas de los centros ceremoniales prehispánicos. Los grandiosos atrios amurallados definen y aíslan el inmenso espacio abierto para el culto, como se observa en la capilla real del conjunto conventual franciscano de San Gabriel, en Cholula, cerca de Puebla, y en la capilla abierta del convento de San Pedro y San Pablo, de Teposcolula, en la Mixteca Alta oaxaqueña.
Las fachadas constituyen otro ejemplo notable en estilo mudéjar. En este caso se trata de retablos barrocos que contradicen los cánones clásicos y cuyo exponente más destacado es el Sagrario de la Catedral Metropolitana, en donde Lorenzo Rodríguez, su arquitecto, estructuró a la manera hispano-musulmana un espacio centralizado oculto desde el exterior y que sólo se anuncia por las dos monumentales fachadas-retablo que rematan los ejes de la cruz de brazos iguales que conforma la planta del templo.
Damián Carlos Bayón, por su parte, afirma que no había una incompatibilidad fundamental entre la concepción de la forma que aportaban los conquistadores y la de los indígenas. La tradición de la arquitectura española, que debía ser fundamentalmente grecorromana, debido a su propio carácter o a las influencias árabe o nórdica, quedó fuera de la corriente racionalista a la que pertenecían Italia y Francia.
En cuanto al arte no profundizaremos sobre el tema porque nos desviaría inevitablemente hacia el vasto y complejo campo de las teorías estéticas. La obra de arte es, desde luego, una creación del hombre que provoca emociones ligadas a la belleza, así como lo hace la naturaleza con las nubes rosadas del atardecer o el plumaje multicolor de un pájaro.
El concepto de belleza es relativo porque corresponde a un tiempo y a una cultura determinados, entendida esta última como una forma de pensar y de sentir; por ejemplo, en la Coatlicue, obra maestra de la escultura mexica, es evidente que el ideal de belleza de su creador era muy distante en tiempo y cultura del ideal mexicano del actual siglo XXI. Émile Zola lo resume del siguiente modo: “El arte es el producto de los hombres y de los tiempos; forma parte de la historia … lo bello no está hecho de esto ni de aquello; está en la vida, en la libre personalidad”.
El hombre puede crear arte si cuenta con la técnica apropiada para expresar su imaginación artística, o su placer estético y sensibilidad pueden despertarse ante objetos que no fueron creados como obras de arte, como es el caso de la vasija que realiza un alfarero, cuyo fin primordial es utilitario y no estético.
José Moreno Villa, cuando habla de lo mexicano y se refiere al Santuario de Guadalupe, en Puebla, hace una interesante observación que cito textualmente: “Yo veo en esta obra una conjugación perfecta de lo sabio y lo popular. El azulejo lo entiende el pueblo, es cosa suya. En cambio, el dibujo de la portada es un producto cerebral, matemático, de proporciones”; es decir que aquí se aprecia un rasgo bastante usual en la arquitectura mexicana: la coexistencia de lo popular y lo erudito.
Por último, una característica del arte popular son sus limitaciones técnicas, que redundan en la imperfección de su acabado respecto de otra creación semejante ejecutada por un artista profesional.
Aquello que juzgamos bello es digno 570 de ser imitado. En consecuencia, hay una propensión a copiar la obra arquitectónica emblemática. Pero como dicha copia tiene carencias técnicas y económicas siempre resulta una imitación popular, más o menos bien lograda, de una obra culta. Por ejemplo, en el barroco poblano está la capilla de Santa María Tonantzintla, Estado de México, que es la versión popular de la Capilla del Rosario en Santo Domingo, Puebla, y en la arquitectura plateresca, la fachada del convento de San Agustín, en Acolman, Estado de México, en contraposición con la fachada, también popular, del convento agustiniano de San Pablo, en Yuriria, Michoacán.
En las ciudades, los ejemplos de influencia popular son incontables; un caso ilustrativo es el de Tehuantepec, cuya traza urbana aún corresponde a la composición de los barrios indígenas y cuya arquitectura es esencialmente utilitaria y apropiada al clima, pues tiene como materia prima es el adobe y cuenta con tejados maravillosos y empedrados espléndidos.
También son interesantes, en el ámbito popular, las antiguas vecindades citadinas, por lo regular construidas por maestros de obra, no por profesionales, artífices de una arquitectura popular típica; lo mismo se observa en las casas de los innumerables pueblos que conforman el vasto territorio nacional.
Estas obras son producto de una artesanía viva con infinitas posibilidades de aplicación en la arquitectura actual, como se ha corroborado en las restauraciones realizadas en el ex convento de Santo Domingo, en Oaxaca, o en los monumentales conventos de la Mixteca Alta, donde se han recuperado muy diversas artesanías: el trabajo de albañilería aplicado en la construcción de bóvedas y en los aplanados de cal, arena y savia de nopal, utilizada como aglutinante; diversas manufacturas y trabajos en madera realizados por maestros carpinteros de obra o ebanistas; la forja de metales mediante el empleo del yunque y la fragua, con sistemas inmemoriales que por desgracia están a punto de extinguirse, o el maravilloso trabajo de cantería que aún subsiste.
Por estas y otras razones es indispensable fomentar en México el fino trabajo de estos magníficos artesanos que son ejemplos vivos de la riqueza de su patrimonio cultural.