La cultura del antojito
José N. Iturriaga
Los antojitos son el más fiel exponente de la cocina popular mexicana. Son espejo de la gastronomía prehispánica y de su mestizaje colonial de trescientos años.
Hablamos de la cultura del antojito porque se trata de una forma de ser del mexicano, de una costumbre alimenticia tradicional y ancestral que comprende prácticamente a todas las clases sociales, en fin, porque los antojitos aparecen de manera cotidiana en la vida de la mayor parte de nosotros.
Un estudio exhaustivo de los antojitos sólo sería posible realizarlo por un amplio grupo de trabajo abocado a este asunto durante un tiempo considerable y los resultados darían lugar a una verdadera enciclopedia.
Hay que señalar que hoy en día –aunque la “alta cocina” mexicana está muy estudiada-, de manera poco comprensible investigadores, cocineras, gastrónomos y escritores dejan de lado con frecuencia a los antojitos cotidianos más sencillos y habituales. La suculencia de un mole poblano, por ejemplo, la disfrutamos quizá una vez al mes; en cambio, casi no hay día en que no comamos uno o varios tacos. Tal omisión acaso se debe a que parece obvia la elaboración del alimento de cada día, pero no es así: tenemos la responsabilidad de preservar las tradiciones gastronómicas.
Cabe resaltar un común denominador de la mayoría de los antojitos, sobre todo de los tacos, tamales y tortas: para comerlos no se requieren platos ni cubiertos.
Otro aspecto es el ámbito geográfico dentro del cual se producen. El de la torta son las ciudades y tiene que ver, por supuesto, con su carácter mestizo. En cambio, el consumo de tacos y tamales no distingue esa frontera: lo mismo en el campo que en las urbes, los mexicanos somos afectos a ellos.
Otra consideración importante es que nada hay más distante en su esencia conceptual y gastronómica que los antojitos y la bien llamada fast food. Ambos nombres reflejan cabalmente lo que son. El placer de comer por antojo, por gusto, es la antítesis de comer con rapidez alimentos fabriles sólo para subsistir. En México podemos ver a grupos de gente comiendo en una banqueta o en un mercado, de pie, alrededor de un anafre, disfrutando algún antojito; en cambio, es muy raro encontrar a alguien que vaya caminando y comiendo a la vez, escena usual en algunos países industrializados. En una reunión campestre o dominical se pueden comer antojitos con calma, conversando amistosamente, a lo largo de horas.
Hace un medio siglo, el antropólogo Eusebio Dávalos Hurtado realizó un recuento que alcanzó más de 700 formas de comer el maíz en México, desde luego la mayoría en antojitos, aunque también se enlistan muchos platillos en forma y bebidas frías y calientes.
Por ello, hay que precisar que el maíz no sólo se convierte en tortillas, sino que se transforma en una muy amplia gama de variantes regionales: desde los tamales en sus decenas de tipos diferentes, hasta los panuchos y salbutes; desde los atoles, pozoles y chilatoles, hasta las memelas, los huaraches y las chalupas; desde las picadas, las corundas y las gorditas, hasta los molotes, los sopes y las dobladas; desde los uchepos, los tlacoyos y las garnachas, hasta las enchiladas, los zacahuiles y las tostadas; desde las hojarascas, los tecocos y los pemoles, hasta los etabinguis, los padzitos y los xocoatoles; desde los piltamales, los xajoles y los papadzules, hasta las pellizcadas, los nacatamales y los xocotamales; desde los pitaúles, los nolochis y los totomoches, hasta los chocoles, los tapataxtles y los puxis; desde los nejos, el pinole y los champurrados, hasta los peneques, los cuatoles y las quesadillas; desde las paseadas, los timbales y las martajadas, hasta las cazuelitas, los garapaches y las barquitas; desde las canastillas, las memechas y las boronitas, hasta los turuletes y los ¡ahogaperros! En fin, este universo de productos del maíz va desde los totopos, las infladas, los bocoles y los chilaquiles, hasta un vasto repertorio derivado del maíz que sería prolijo inventariar aquí.