Del maguey el pulque
José N. Iturriaga
Del maguey pulquero, agave predominante en el centro del país, se extrae el aguamiel, quitando las pencas superiores de la planta y agujerando el corazón de la misma; allí se va acumulando ese líquido. Se deja fermentar y se convierte en pulque.
El maguey es una planta que sorprendió a todos los forasteros, desde el siglo XVI, por su increíble variedad de usos, desde el aguamiel para hacer pulque, miel, panes de azúcar y vinagre, hasta las pencas para platones, tejas, paredes, canales, envoltorio de barbacoa y para fabricar papel; sus fibras para reatas, costales, hilo para coser, calzado, capas; sus espinas para los autosacrificios, pero asimismo para agujas, clavos y punzones; el tronco central como viga para techos y muros; las flores de esa enorme espiga, para guisos; el corazón cocido para comer como dulce, parecido al acitrón; las pencas secas son leña y las cenizas son buenas para hacer lejía y para cicatrizar heridas; el zumo caliente para picaduras de animales; los deliciosos gusanos comestibles que se crían en pencas y raíces; en fin, entre las pencas hallan los caminantes agua…
Fray Bernardino de Sahagún informa de las ofrendas de pulque que se hacían en el México prehispánico a diversos dioses y cómo los que lo elaboraban “se abstenían cuatro días de llegar a mujer ninguna, porque el vino que hiciesen se había de acedar y estragar”.
El llamado Conquistador Anónimo destaca que “esta bebida es el más sano y más sustancioso alimento de cuantos se conocen en el mundo, pues el que bebe una taza de ella, aunque haga una jornada, puede pasarse todo el día sin tomar otra cosa”.
El español Hipólito de Villarroel, a mediados del siglo XVIII, escribía que el pulque es “muy medicinal para ciertas enfermedades”, pero se lanzaba contra las pulquerías: “asquerosos muladares de inmundicias y zahurdas de puercos, templos abominables de Baco, oficinas donde se forjan los adulterios, los concubinatos, los estupros, los hurtos, los robos, los homicidios, rifas, heridas y demás delitos, teatros donde se transforman hombres y mujeres en las más abominables furias infernales”.
A finales del siglo XVIII, el virrey Revillagigedo mandó que en todas las pulquerías se pusieran lugares separados para hombres y para mujeres, usanza que perdura a principios del siglo XXI con el nombre de “departamentos de mujeres”.
El científico alemán Alexander von Humboldt vino a México en 1803 y aunque no le gustaba el pulque, reconoció que “muchos indígenas dados al pulque, suelen pasar mucho tiempo con muy poco alimento sólido; y ciertamente tomado con moderación es muy saludable, porque fortifica el estómago y favorece las funciones del sistema gástrico”.
El primer embajador inglés en nuestro país, sir Henry George Ward, escribió en 1827 acerca del pulque, que “se requiere un conocimiento de todas sus buenas cualidades para reconciliar al extranjero con ese olor que tiene; inclusive los más escrupulosos se ven forzados a admitir sus méritos”.
La marquesa Calderón de la Barca, escocesa casada con el primer embajador de España en nuestro país, vivió en México de 1839 a 42. En Zoapayuca “por primera vez concebí la posibilidad de que me gustara el pulque. Nos pareció más bien refrescante, de sabor dulce y con una espuma cremosa”. Después, ya francamente le gustaba mucho el curado de piña: “¡buenísimo!”, confesaba. Hacia el final de su estancia aquí ya era adicta, de manera abierta, al delicioso pulque; lo “encuentro ahora excelente, y pienso que me será muy difícil ¡vivir sin él!”
El dramaturgo español José Zorrilla, autor de Don Juan Tenorio, vivió en México once años, de 1855 a 66. En la zona magueyera de Apan, escribe: “El pulque es una bebida estimadísima, a la cual atribuyen los mexicanos grandes propiedades nutritivas y medicinales; se la hacen beber por la noche a las señoras débiles que amamantan a sus hijos, porque dicen que aumenta, espesa y vivifica la secreción láctea”.
La condesa austriaca Paula Kolonitz vino a México en 1864, como miembro de la corte de la emperatriz Carlota. Escribió: “El vino y la cerveza se beben poco, pero el pulque jamás falta a la mesa de los ricos”.
A fines del siglo XIX, el arqueólogo francés Desiré Charnay reconocía, con el conocimiento que da la experiencia, que “este brebaje de olor nada agradable, uno se acostumbra pronto a él, y cuando se vive en el campo se bebe con delicia al regreso de una expedición”.
El francés Marc Chadourne viajó por México hacia 1932 y conoció a una francesa dueña de 12 pulquerías en la ciudad de México: “Sus paredes color de rosa están pintadas al fresco con magueyes, enredaderas, corridas de toros o damas con mantillas […] Uno de esos títulos me turbó mucho: ‘El Recuerdo del Porvenir’. En el interior, aspecto de lechería. Estampas de Vírgenes con flores y toros de papel vigilaban los mostradores. El piso estaba cubierto de serrín. En ‘Las Emociones’, el pulquero se cubría según los reglamentos con una chaqueta blanca y llevaba, si es que no soñé, sus guantes blancos”.
El español José Moreno Villa, hacia 1945, escribía: “El pulque tiene su templo, la pulquería, cosa que no tiene el mezcal ni el tequila. Lo bebí con cautela y ni me pareció tan bravo ni tan desabrido. Más bien me supo a un agradable refresco”.