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Máscaras

Máscaras (miniatura). Orlando Orta Ramos, Tócuaro, Michoacán, Madera tallada y laqueada, Colección particular // Fotografía: Nicola Lorusso/MAP

Juan Rafael Coronel Rivera

Para empezar hay que establecer que la máscara es parte de un todo. Constituye un elemento de un ritual litúrgico, mágico o lúdico. Fue en el siglo XIX cuando se presentó a la máscara como un objeto individual, aislándola en un afán de dejarla fuera de contexto para convertirla en un objeto artístico –y comercial–, mas no religioso o espiritual como lo es. Lo primero que debemos saber al enfrentarnos a uno de estos objetos es que forma parte de una alegoría en la que participa la música, la danza, la actuación y, sobre todo, el disfraz o la posesión. La máscara es un elemento del atuendo, no sólo del traje sino de sus principales elementos: el movimiento y la fiesta, ahí es donde el dios revive.

La máscara prehispánica era parte fundamental de la tradición ritual. La tradición indígena ha sido una estructura en resistencia y muchas comunidades conservan sus liturgias autóctonas, incluidas las danzas, hasta la actualidad. Estas culturas ya forman parte del mestizaje, y el estilo plástico que resultó de la combinación de las culturas mesoamericana e hispana con las tradiciones orientales (árabe, judaica e hindú) conforman un primer ciclo distinto y particular de ex – presiones, un verdadero arte novohispano.

Un barniz social, la vergüenza, la rabia, son expresiones fuera de lo cotidiano, actos aprendidos en que el rostro —rastro de huella y matadero— adopta una mueca que no le es propia

Día con día en cualquier lugar de la república se lleva a cabo alguna ceremonia, una celebración ritual en la que intervienen danzas. En cada uno de los 365 días del año existe una importante solemnidad en alguna ciudad o poblado del país. Tomemos enero, como ejemplo: el día primero se celebran 65 festejos tradicionales; el 2, ocho; el 3, dos; el 4, dos; el 5, uno; el 6, 85, y así hasta el 31 de diciembre. Es imposible hacer siquiera una semblanza de lo que representa la máscara en la ritualidad mexicana, ya que cada comunidad tiene costumbres propias. Pero sí podemos visitar una liturgia, en este caso la fiesta de la Virgen de La Candelaria, el 2 de febrero, en Atzacualoya, Guerrero.

Atzacualoya es un poblado alfarero cercano a Chilapa. La toponimia del lugar se deriva del náhuatl atl, “agua”, y zacualli, “lo que ataja”, debido a que en su producción de loza las tinajas para almacenar agua son el producto principal, lo que lleva al significado: “donde se ataja el agua en tinajas”. Como muchas celebraciones, la fiesta comienza hacia mediodía. Lo primero que se hace y anuncia el areito es echar cohetes al aire. Este poblado nahua conserva aún el arreglo femenino étnico, aunque ya más de orden mestizo que precolombino; el peinado consiste en engomar el cabello, que se tensa en una cola de caballo o trenzado con listones de colores; al frente del peinado se prende la cantidad de broches metálicos que sea posible comprar, que forman una suerte de penacho o peineta. Las mujeres portan aretes y collares de oro y coral, cuando es posible, o de papelillo y bisutería en la mayoría de los casos. Su vestimenta consta de camisola, falda, refajo, delantal y faja.

La camisola y la falda están confeccionadas de popelina en tonos muy brillantes y combinados, que va plisada y orlada con encajes, algunos aún tejidos a gancho y otros ya comerciales. El delantal se lleva encima y la faja, tejida en telar de cintura, oculta. Van calzadas con sandalias de plástico de colores fluorescentes. Las mujeres siempre andan juntas con los niños y son una nebulosa tonal; los hombres se ocupan de sus menesteres y portan camisa o camiseta estampada, gorra de beisbol, sombrero tejano o ranchero, pantalones de mezclilla, tenis o botas va – queras y, cuando tienen dinero, un cinturón de buena hebilla.

La veladura del alma, la tinta de la otredad, no de la mentira, pero sí la imagen del monstruo: eso es la máscara. Un barniz social, la vergüenza, la rabia, son expresiones fuera de lo cotidiano, actos aprendidos en que el rostro –rastro de huella y matadero– adopta una mueca que no le es propia, más le ayuda a preservarse y tomar distancia del exterior.

Lo que destaca en la mayoría de las fiestas mexicanas es que se hacen en el atrio de la iglesia, que generalmente está en el centro del pueblo; esto es, se guarda el orden fundamental precolombino, en el cual el Ku era el origen de todo el poblado. El remate se realiza en el gran mercado y la feria, ahora de juegos mecánicos, consolas electrónicas, venta de cobijas y enseres domésticos que se anuncian con un altavoz entre música de cumbias. En el caso de Atzacualoya, el atrio de la iglesia está bardado; en sus esquinas no hay capillas pozas, pero sí cruces atriales, las cuales se adornan para la fiesta con collares de flores de cempazúchil, que corresponde a una tradición precolombina. En este caso las flores no tienen la acepción que se les da en los Días de Muertos, sino que se relacionan con el sol. Se coloca alguna luz –vela, veladora o cirio– y se les amarra un enfriador chico o mediano. Cuando la celebración está en su punto medular, la misa se oficia en el interior de la iglesia y se bendice el agua contenida en las tinajas, amarradas de dos en dos a todas las columnas de la iglesia… y afuera están los danzantes. En la mera entrada de la iglesia se baila la Danza de los Chivos; a la derecha, la de los Tlacololeros y una comparsa de los Veinticuatro; a la izquierda hay un grupo de Negritos, otro de Pescados y uno más de Veinticuatro, y al fondo, algo característico del pueblo: se representa La Maroma.

Los danzantes de la comparsa de Tlacololeros usan trajes de ixtle rellenos de algodón y unas máscaras burlonas que por lo general muestran la nariz torcida o una mueca exagerada; usan sombreros de paja enormes, así como un chirrión de soga o de hule con que se golpean con fuerza unos a otros. La danza consiste en que uno o varios de los Tlacololeros hacen maldades a mujeres y hombres indistintamente, con un tejón disecado que utilizan a manera de gran falo que acercan a las partes pudendas de los espectadores. Esta danza se inscribe en las ceremonias fársicas, a las que son muy afectos los nahuas, y es un ritual dedicado a la fertilidad y a la agresión animal del acto sexual.

En la de Veinticuatro se representa una batalla; en este caso suponemos que la batalla, una de orden ontológico. Luchan moros contra cristianos, en el entendido de que es la cruzada en la que se debaten los valores del bien y del mal. Se forman en fila, frente a frente, doce danzantes, y en un bai le geométrico –como la mayor parte de las comparsas– se baten en pares y luego un grupo contra otro. De sus atuendos destacan las coronas, obras maestras hechas en metal que rematan, unas, con el sol, y otras, con la luna.

Las danzas de Negritos y Pescados son muy similares y se describen claramente en todos los libros relacionados con las más – caras mexicanas; pero cabe hacer una observación que no se ha establecido: las máscaras de los Pescados de Guerrero y las Dan de Costa de Marfil, en África, son muy parecidas, casi idénticas. Por otra parte, las de los Pescados presentan incisiones sangrantes, siempre en las mejillas y a veces en otras partes del rostro; algunas fuentes sostienen que representan las agallas de los peces. Esto es un error, pues una característica de las máscaras africanas de la zona Gelade y de la religión Yoruba es que eran realizadas por un grupo secreto al que pertenecían la mayoría de los negros que llegaron a México, que acostumbraban realizarse estas incisiones en las mejillas como rasgo distintivo de iniciación a la pubertad y de conformarse como guerreros.

La Maroma es una representación acrobática y fársica. Se colocan enfrentados dos grandes troncos a una distancia de cinco metros, atados con una soga gruesa que se tensa con sumo cuidado, ya que sobre ella cruzarán los copartícipes bailando y haciendo guasas. El punto central es cuando uno de los participantes se disfraza de mujer (llamada Maringuilla), sube con otro a la soga y realizan el acto carnal entre la gritería de ellos y de los espectadores. Tiene una relación obvia con los ritos de la fertilidad.

Desde aquel personaje maya, el rey Pakal, hasta la Maringuilla de La Maroma, la máscara es un elemento central que representa a personajes arquetípicos en una constante lucha del devenir humano. Desde el hombre que se hace dios hasta el hombre que se hace mujer, la máscara, así como su contexto, el rito, permite todas las posibilidades. Los estudios acerca del “arte tribal mexicano”, como llamó Miguel Covarrubias a estas expresiones culturales, deben realizarse en torno a devolverles su alma, su esencia, el orden y significado con que fueron creadas.