El arte popular y las fiestas mexicanas. Fiestas y Galas
Bebedores de pulque. Piezas de cuerno recortado y esgrafiado sobre base de madera. Artesano desconocido. San Antonio de la Isla, EdoMex. Col. Ma. Teresa Pomar. (Foto: Estudio Kristina Velfu, EKV).
Georgina Luna Parra
En el mundo hay regiones privilegiadas donde la gente conserva sus tradiciones y su propio modo de vida; esto acontece, en general, en pueblos herederos de culturas antiguas. Para las contemporáneas, que viven una fría y automatizada existencia, son un regalo de calor humano, belleza y amistad.
En México, hace miles de años, estos pueblos comenzaron a construir ciudades imperiales, palacios y templos grandiosos; además de hacer de las cosas cotidianas objetos de arte, todo lo han creado y recreado hasta nuestros días, dándole un toque estético singular.
Los indígenas nacidos en estas tierras forman un variado mosaico de razas y culturas. Hace poco más de quinientos años llegaron los conquistadores españoles y, así, se mezclaron las razas blanca y negra con las indígenas, constituyendo un bagaje cultural complejo, aderezado con influencias del Asia Menor, el Lejano Oriente y el norte de África.
Para realizar arte popular no hace falta dinero, los ingredientes se toman de la naturaleza, se mezclan con la teología, la historia, la leyenda, la fantasía y la tradición; luego, con habilidad y la paciencia del que aún sabe disfrutar, se elaboran representaciones con cantos, poesías, danzas, música y objetos artísticos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida material y espiritual, hasta la muerte.
“A CADA PUEBLITO LE LLEGA SU FIESTECITA”
En cualquier poblado, por pequeño y pobre que sea, se realiza una fiesta tradicional por lo menos una vez al año. Es la costumbre.
Entonces sucede el milagro. Como por arte de magia todo se transforma y emergen los lujos del pueblo, que elaboran haciendo acopio de su herencia milenaria.
El arte y la técnica sumadas por generaciones hacen surgir en todo su esplendor manifestaciones de todo tipo, para disfrute de los sentidos.
Aunque es obra de todos, cada quien tiene su quehacer; por ello, es gozo colectivo. Es la conjunción de viejos, jóvenes y niños en la comunión de la fiesta, la celebración, el mitote, el rito.
La organización social que esto requiere lleva tiempo y gran esfuerzo; la encabezan los mayordomos –representantes de los barrios y elegidos por el pueblo–, quienes se encargan de recabar el dinero y de coordinar a los capitanes de la música, de la danza y demás actividades, y a los padrinos de comida, bebida, adornos y seguridad. Para quienes ostentan dichos cargos es un orgullo y un deber indeclinable. Además, se contribuye con dinero; aquellos más adinerados o que reciben dólares de sus parientes braceros dan una aportación mayor y le dan gusto a todo el pueblo. El traje, la máscara o los tocados que lucirá el danzante se elaboran en el seno de la familia. El logro de estas fiestas es un milagro efímero, pero indispensable para la estabilidad, el lucimiento de habilidades, el orgullo de pertenecer y compartir el arte popular.
Unos organizan, pero todos ayudan y cooperan. Los anfitriones preparan el platillo tradicional con sus aditamentos; para la ocasión se engordan guajolotes o animales de corral, así como se dispone de presas de caza, pesca, y los productos de la cosecha. En las procesiones pasean a los santos en andas por las calles y engalanan el templo, todo esto acompañado de cantos, velas encendidas, flores y oraciones.
Todos lo hacen con gusto, comprometidos a ser felices y a compartir esa alegría con los demás en su tradición y costumbre. Dominan la pirotecnia; hay cohetes y se ponen “cuetes” también.
El espacio de la celebración es muy cuidado, pues debe satisfacer los requerimientos, sin deteriorarlo, como un elemento vital.
Desde los tiempos de los antiguos mexicanos se escogen con cuidado los sitios sagrados donde se satisfarán las necesidades espirituales y sobrenaturales. (En tiempos remotos, los antiguos centros ceremoniales debieron tener como techo la cúpula celeste y asimilarse estéticamente al paisaje circundante.) Los lugares donde se realizan y se perpetúan los ritos suelen estar en la naturaleza: en cumbres montañosas, en recodos de ríos, bajo ahuehuetes milenarios, en cuevas adaptadas como santuarios, en lagos, en el mar, e incluso, en rincones de la selva; asimismo, después de la evangelización, en los atrios de los templos o en las plazas principales.
Hay innumerables recintos para elevar el espíritu: obras arquitectónicas monumentales, o bien capillas o santuarios sencillos. (Aquí, es de notar cómo las imágenes venidas de otras culturas –ya sea talladas en piedra o en madera, forjadas o pintadas– recibieron el toque indígena que les infundió características únicas.) También los templos se engalanan con adornos perecederos, coloridos y variados, como arcos, guirnaldas, alfombras de flores, semillas, hojas de cactus, carrizos, cañas, papel, cartón o palmas. Las fiestas tradicionales suelen coincidir con el calendario de fiestas de los santos patrones: Semana Santa, Días de Muertos, de la Guadalupana, Navidad, o ceremonias particulares como bodas, bautizos o velorios.
Estas fiestas son muy concurridas, duran varios días con sus noches, y la gente del pueblo, los fuereños y los peregrinos, llenan el espacio con música, velas encendidas, cantos, oraciones y danzas. Se enriquecen los rituales del catolicismo con las manifestaciones del arte popular mexicano, lleno de amor y calidez, y aun de aromas sagrados, como el humo de copal.
En las celebraciones familiares, los motivos son cumpleaños, santos, bautizos, primeras comuniones, bodas y entierros, realizados durante el año. Por su parte, las comunitarias son las tradicionales, desde las más antiguas del mundo indígena hasta las contemporáneas.
La música inunda el espacio. Los mejores intérpretes, con sus instrumentos tradicionales, tocan música ritual, mestiza o religiosa.
La danza, por su parte, es otro elemento importante. Los lugareños visten con orgullo sus trajes, joyas y adornos; los danzantes, la mayoría indígenas, llevan su atavío ritual con todos sus aditamentos: tocados, penachos, máscaras, entre nubes de sahumerios aromáticos. Se representan las danzas tradicionales del lugar o las que los peregrinos o visitantes realizan en cumplimiento de una manda. Todo el mundo es objeto de la hospitalidad local, pues se recibe en las casas a los familiares que viven lejos, como los braceros y otros visitantes, así como a los peregrinos que suelen acudir con toda la familia.
Un aspecto significativo es el tiempo, elemento que los indígenas manejan de manera diferente al resto del mundo, pues no lo miden con un aparato: ellos lo dominan. Para determinar el tiempo de realización de las labores consideran que su límite es cuando finalizan, no un plazo predeterminado; hay tiempos para todo: sembrar, comer, rezar, amar, cantar, o sólo para pensar. No hay prisa dicen que hay más tiempo que vida. En los astros, en sus calendarios, hay fechas importantes porque son sagradas. Ahí se conjunta el tiempo de los ritos con los espacios, y se sabe cuándo empiezan pero no cuándo acaban, como la vida.
En las zonas urbanas el espacio está muy acotado, pero las familias, guiadas por padres y abuelos, siguen la costumbre y logran ganarle a las limitaciones. Los espacios más característicos donde se reúne y aglutina la vida comunitaria son las vecindades. La gente aprovecha las plazas, las calles, la iglesia, el atrio, y los comparte con los vecinos de los barrios o las colonias aledañas; organizan fiestas, ferias, pastorelas, posadas, bodas, bautizos o veladas de difuntos; peregrinaciones entre el tráfico de las avenidas, con cantos, cohetes, velas y danzas. De ahí que en cualquier parte del mundo donde haya mexicanos, no importa cuán lejos y desde cuándo, buscarán un espacio para la celebración del mitote, que se llenará de arte popular, con sus objetos, cantos, comida y costumbres.
En los barrios antiguos de las ciudades hay cantinas, mercados, curanderos y regocijo. En los hogares siempre hay muestras de lo que son nuestras tradiciones: un altar a la Virgen de Guadalupe, una ofrenda de muertos, un nacimiento con el Niño Jesús y los Reyes Magos, y en las fiestas no puede faltar la melodía en homenaje a la cumpleañera más bonita y que todos saben cantar: “Las Mañanitas”, música anónima, del pueblo.
El tianguis o mercado no puede faltar. En un lugar céntrico del poblado, en la plaza principal o al lado del templo, se instala el tianguis, que puede ser permanente o no. Ahí se exponen y se venden productos, se realiza el intercambio social y económico, tanto entre lugareños como con otros pueblos visitantes. La estética y el ambiente dan un espectáculo muy especial, lleno de color, formas y aromas, en que es posible apreciar reunidos frutos, animales, verduras, hierbas medicinales, especias, alfare ría, textiles, juguetería, y todo lo necesario para la vida cotidiana, el trabajo, las fiestas y la devoción.
Los mercados también son puntos de reunión de la comunidad con su arquitectura típica y las particularidades que ofrece cada lugar, así como la gastronomía y sus productos; en sus portales se instalan puestos de antojitos, merenderos, fondas, neverías, tiendas de pueblo donde hay de todo.
En los pueblos no faltan las cantinas, punto de reunión de los adultos para beber copas y degustar los antojitos de la región.
Como se dijo antes, cuando hay fiestas o conmemoraciones la gente luce sus lujos, de una variedad y riqueza que se manifiesta en toda la gama de la creación artesanal, de perseverancia, de costumbres y de estética: los textiles en todos sus estilos, pintados y tejidos, hilados, embrocados, bordados, incrustados, de diseños múltiples; la joyería, realizada con técnicas ancestrales, desde los más sencillos collares o adornos con cuentas y semillas, hasta las más elaboradas producciones de orfebrería con metales y piedras preciosas; lacas; cestería; arte plumaria; muebles y objetos de madera; objetos y prendas de diversas pieles; adornos de flores hechos con diversos materiales, y peinados que se enredan con cordones y listones, así como maravillosos tocados que complementan el espectacular atavío.
La gente porta orgullosa su indumentaria tradicional; para lucir estos lujos invierte todo, no sólo dinero, que en general es escaso, sino trabajo y materiales, ya sea comprados o tomados de la naturaleza circundante, como fibras vegetales, plumas, metales, madera, piedras, corales, caracoles, semillas, lana, algodón, pieles, etcétera. En el hogar se llevan a cabo los procesos de manufactura, dedicándoles todo el tiempo, habilidad y paciencia necesarios de todos sus miembros; algunos serán para ellos mismos, otros para ofrecer en venta. Así se completa el círculo de participación social en estas fiestas, donde todos gozan, se lucen; y los artistas presentan sus realizaciones musicales, dancísticas, gastronómicas y artesanales.
Como es obvio, la gastronomía también está presente. No sólo se degustan los platillos tradicionales, de confección elaborada y sabores refinados, sino que se preparan en bella cerámica artesanal, con cubiertos tallados en madera, metates y molcajetes de piedra labrada, y se presentan en canastas y cestas, vajillas de alguna modalidad alfarera, o de vidrio, sobre mantelería bordada o deshilada.
La consecución de estos sucesos es un rompimiento saludable de la pesada vida cotidiana, una catarsis indispensable para lograr estabilidad, confirmar la identidad, distribuir el ingreso y la felicidad, lucir las habilidades, hacer arte y compartirlo.
Estas fiestas, celebraciones o ritos son la transformación de lo cotidiano en esplendor. Milagro efímero y eterno del pueblo mexicano que hay que compartir, gozar, admirar y preservar, pues constituye parte del patrimonio tangible, intangible y milenario de México.